viernes, 27 de septiembre de 2013

La desnudez del cielo otoñal

No hay estación que nos provoque mayor sentimiento de brevedad que el verano. Parece como si las hojas del calendario volasen con una mayor rapidez que el resto del año, como si el tiempo, en los meses cálidos, decidiera acelerar su marcha, como si tuviera prisa por llegar a su próximo destino y no permitiera a los humanos acomodarse al estío, a sus noches de bochorno y ventanas abiertas, a la alegría y animación en las caras de la gente, a la libertad en el vestir, en el entrar y el salir, al alargamiento de la luz solar, a las voces y gritos de los niños, felices de escapar durante un tiempo de su encierro en los colegios,  a la naturaleza en pleno esplendor, tanto en los cielos como en el suelo, tanto durante el día como durante la noche, tanto las chicharras y su canto las tardes asfixiantes como los grillos y su cántico nocturno.

Todo bulle en verano, esa estación en la que, a veces, nos entra el deseo de ser seres de la noche, como los murciélagos, y hacer vida nocturna cuando el calor aprieta en exceso. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, todo se acaba, el otoño abre sus fauces y va devorando lentamente la libertad, la luz, la vida en las calles, el verde de los árboles, los paseos para ver oscurecer, para observar el crepúsculo en algún lugar de descanso,el ardor de los pies descalzos en la arena de alguna playa, el poder escuchar el rumor de las olas, el poder oler y aspirar la sal marina, el poder sumergirte en esa maravilla que es el océano y sentirse parte de él, aunque sea brevemente, como un ser intruso en ese medio que se acerca esporádicamente, pero que sabe que jamás podrá formar parte plena de su inmensa belleza.

Pero, para nosotros, la mayor melancolía del otoño no está sólo en la progresiva desnudez de los árboles, en el progresivo silencio de los hombres y de los animales que nos acompañan con sus sonidos, con sus llamadas de atención durante el verano, en la muerte rápida de esa sensación de vitalidad, de alegría, de los meses de esplendor y aflojamiento de las cadenas.

No es sólo el suelo, nuestro hábitat, el que languidece, el que se cubre de silencio y nostalgia, el que pierde su colorido, su animación, el que se va cubriendo de hojas muertas. Es, también, el cielo. De él desaparecen esas siluetas veloces y ágiles, a veces silenciosas, a veces chillonas, sin las cuales la primavera y el verano no serían lo que son.

Nos referimos a las aves como los vencejos, los aviones y  las golondrinas. Nada sería lo mismo sin las voces de los vencejos, sin sus nubes sobrevolando los cielos del amanecer y el anochecer, con sus gritos  de niños jugando en las calles  del cielo. Por eso, cuando ya en agosto nos abandonan en busca de otras tierras lejanas, el verano y su felicidad sufre el primer golpe. Es el primer triunfo parcial del otoño sobre la naturaleza. Y la victoria del otoño, de la tristeza, se hace definitiva en septiembre cuando ya no podemos contemplar con envidia el vuelo de la bella golondrina, la que nos anuncia la primavera, ni al avión alrededor de sus nidos de barro en lo alto de los edificios.

La desnudez del cielo otoñal es, para nosotros, el mayor castigo de esa melancólica estación.

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