Normalmente, cuando se habla del fracaso de las ideologías
decimonónicas se suele mencionar, con toda la razón, al marxismo, que en el
siglo XX dio lugar al surgimiento de una serie de Estados totalitarios
,policiales, militaristas y, paradojas del destino, radicalmente antiobreros,
no pudiendo éstos organizar libremente sindicatos, ni huelgas.
De aquel viejo lema de la ya olvidada Primera Internacional:
“La emancipación de los trabajadores es obra de los trabajadores mismos o no
es”, al parecer lema ideado por el propio Marx nada o casi nada quedó en el
Siglo XX y en sus socialistas de antaño y de ahora: en la realidad el
socialismo se dividió entre un paternalismo asistencialista, tipo
socialdemócrata, que hoy por hoy es el defendido en la práctica por todo el
izquierdismo y los nuevos movimientos sociales, con su retórica ya antisistema,
ya regeneradora de la democracia, y los autoritarios que dejaron millones de
muertos y sociedades y economías destruidas.
No obstante hubo una rama del socialismo que acabó
enfrentada a Marx y sus seguidores, los anarquistas o socialistas libertarios
que, si bien no triunfaron en ningún país, y por tanto no tuvieron que ver cómo
se derrumbaba sus sistema, como los comunistas, es de justicia reconocer su
fracaso , por diferentes razones.
Uno de sus pensadores, Mercier Vega, hoy totalmente olvidado
pero en nuestra opinión una de las mentes más lúcidas que dio el anarquismo del
siglo anterior, consideraba que fue la creación de grandes industrias, de
grandes fábricas, lo que propició su declive, al perder progresivamente el
trabajador el dominio de su obra, convirtiéndose en un sirviente de las
máquinas que manejaba, dentro de un sistema crecientemente jerarquizado con una
creciente división del trabajo. Esto provocó que fueran abandonando su antiguo
ideal de conquistar y organizar la producción por ellos mismos para pasar a
conformarse con reclamar mejoras y buscar protección en partidos y sindicatos
defensores del socialismo de Estado.
No obstante, aunque la visión de Mercier es muy interesante
y creemos que parcialmente cierta, pasa por alto un elemento también clave, que
es el humano.
Con raíces desde las sociedades primitivas, donde como muy
bien decía el malogrado antropólogo Pierre Clastres en alguno de sus textos, el
poder no estaba separado de la sociedad, no existiendo Estado ni patronos que
impusieran su poder al resto, hasta filósofos clásicos de diferentes escuelas,
como Zenon de Citium, fundador del estoicismo, a los cínicos, defensores o
cercanos a una visión de la sociedad como individuos autogobernados por su
conciencia moral, pasando por el primer cristianismo, defensor de un gobierno
de asambleas y de la propiedad común, hasta acabar con diferentes sectas
religiosas posteriores y por supuesto la ciudad libre medieval y el Concejo Abierto,
podemos decir que el anarquismo moderno es la cristalización teórica de todas
esas tradiciones, si bien con cambios nada desdeñables.
Siendo el ideal de autogobierno o autonomía individual y
colectiva uno de los más elevados, requiere, por lógica, de seguidores que
busquen estar al mismo nivel que aquel.
Y es en este punto humano donde estriba una de las causas
del fracaso del ideal libertario, el más cercano, cierto, a nuestro pensamiento,
aunque los tolstoianos, como servidor, siempre nos hemos sentido como
familiares lejanos, mal vistos por parte del grueso anarquista y a su vez con
un sentimiento de incomodidad y alejamiento respecto al movimiento libertario .
Es verdad que del anarquismo se tiene una idea parcialmente
injusta, al presentarlo como caos, destrucción y violencia. Pero, ya digo, es
sólo parcialmente injusto. Tan parcialmente injusto como las leyendas blancas
presentadas por sus miembros o simpatizantes especialmente referidas a sus años
gloriosos como los de los años 30 y la revolución social.
Y es que dentro del anarquismo y/o anarcosindicalismo no
faltaron los terroristas, los atracadores, los fanáticos y los asesinos en la
triste guerra civil .
En la labor positiva de los viejos libertarios, o de parte
de ellos, cabe citar su amor por la cultura y todo el desarrollo de ateneos,
escuelas libres… Eran autodidactas que se esforzaban por aprender, por
cultivarse, por desarrollar un pensamiento propio frente al culto a los
intelectuales, a los que buscan siempre nombres de fama y éxito por temor a
pensar libremente.
Otro aspecto positivo fue su fuerte solidaridad, su pureza,
que les llevaba a rechazar los cargos remunerados, el burocratismo y el
dirigismo y a verse como iguales entre los trabajadores, no como vanguardia, al
estilo de los marxistas.
Pero, como hemos dicho antes, esos aspectos positivos
estaban entreverados con lo negativo que ya hemos citado anteriormente: el amor
a la violencia de un sector de ellos. Y es que un sentido de la rebeldía y la
justicia exacerbado, no equilibrado con un fuerte humanismo, puede acabar
impulsando personas no justas, sino justicieras, con todo lo que ello implica.
De ahí la presencia de personalidades psicopáticas en las
filas libertarias a lo largo de toda su historia.
Actualmente, el anarquismo es un caserón semiabandonado,
roto por las divisiones entre ortodoxos y reformistas, plagado, para cualquier
observador objetivo que haya seguido o participado en algunos de sus foros, de
discusiones continuas, de odios, de debates estériles, de cinismo,de amor a la
violencia, de escasa moral, de espíritu
constructivo y creativo casi nulo, de egocéntricos…
Siguen existiendo, cierto, anarquistas conscientes, que
reconocen la importancia de tener una moral elevada, viejas siglas que han
resistido la tentación de dejarse absorber por el sistema, si bien su pureza,
en ocasiones, ha degenerado y a veces degenera en sectarismo, en condenar
organizaciones hermanas a las que acusa de traidores, en vez de dedicarse a
impulsar sus ideas y su organización.
Por todo esto creemos que podemos decir, con objetividad,
que el anarquismo, ha fracasado. Que frente a viejas sociedades primitivas o medievales que podemos calificar, aunque no
usaran el término, de autogestionarias o cercanas a una organización social de
estas características, que se mantuvieron largos años e incluso siglos, el
movimiento anarquista, como movimiento con influencia social apenas se mantuvo,
a lo sumo, unos decenios.
Sin embargo el principio de autogestión es esencial
mantenerlo, pues es el único que puede ejercer de contrapeso en un mundo cada
vez más deshumanizado, sin ideales profundos, sin sueños de una nueva sociedad,
donde todo se reduce a pequeñas luchas por lograr mantener el viejo estado de
bienestar, o algo de él, es decir por volver a un capitalismo de bienestar.
Por tanto, desde una postura realista pero a la vez rechazando
tirar la toalla hace tiempo que llegamos
a la conclusión de la necesidad de que, poco a poco, el ideal de una sociedad
autogestionada pase a nuevas manos. Manos y mentes que tengan en cuenta que es
imposible lograr un sistema autogestionado sin un apego a una moral elevada, al
bien, al servicio, a la construcción frente a la destrucción, al amor frente al
odio, a la no violencia frente a la violencia, al cambio interior como antesala
al cambio social.
Una fuerza antisistema seria debe ser consciente de que sólo
podría vencer al sistema siendo mejor que éste, no una copia, o algo peor. No
es difícil pensar en lo que sucedería si el mundo anarquista de hoy impulsara
un hipotético cambio social.
El anarquismo es, pues, una tierra infértil para lograr algo
positivo, aunque en su seno exista una minoría válida.
No hay que tener miedo en reconocer que hay que empezar de
cero en la reconstrucción de un movimiento político que tenga el autogobierno
popular, o sea, la verdadera democracia, como bandera.