viernes, 26 de junio de 2015

Melancolía de los vencejos y los seres amados


Ha sido poco a poco, casi sin darnos cuenta , cuando unos queridos visitantes primaverales y estivales, que llenaban de ruidos y chillidos alegres nuestros cielos en los amaneceres y atardeceres bochornosos, como miles de niños voladores jugando en el inmenso y abierto jardín celestial ,han ido desapareciendo de nuestra vista y con ellos la alegría, imponiéndose un silencio triste, por desconocido, roto sólo de tarde en tarde por los restos escasos de algunos supervivientes de aquellas nubes que cubrían nuestros cielos.

Todavía recuerdo los quinces de abril, fecha de su llegada, que esperaba con ansia, especialmente cuando estaba en casa de mi abuela, en pleno centro de la ciudad.



Asomado a la ventana, ilusionado, esperaba el momento en que los amados vencejos hacían acto de presencia, presencia que me alegraba el corazón, pues sentía que la ciudad recobraba la vida perdida en el invierno, cuando los árboles se convierten en una especie de espantapájaros desnudos y descoloridos y la vida animal, la luz, el colorido, se reduce a su mínima expresión. Su llegada era, también para mí, otra alegría, otra esperanza, la del final temporal de la vida carcelaria de niños y adolescentes, la vida de la escuela. Contaba los días que faltaban para la libertad condicional, y los vencejos eran una señal de que esa ansiada salida de los muros carcelarios, si bien breve, estaba cercana.

En mi mente ha quedado grabado los que criaban en una teja de la casa de enfrente y en unas rendijas de una casa lateral. Esperaba, los sábados al anochecer, ver a las madres refugiarse en sus casitas para dar calor y cobijo a sus crías, mientras los machos dormían en las alturas, pues el vencejo es la única ave que duerme en vuelo, no necesita refugio, lo que les hacía para mi seres admirables, una especie de viajeros eternos, incansables y libres, como nómadas de los cielos.

Nunca perdí el cariño hacia ellos, si bien con los años, con las preocupaciones y problemas que se van sucediendo, el entusiasmo por su llegada se mitigó, pero jamás desapareció.

Pero en la vida todo es efímero, nada permanece para siempre. Hace diez años murió mi querida abuela, de bello nombre, Soledad. Ya no pasaba los fines de semana con ella, ya no podía saber si la teja seguía siendo refugio de algún vencejo y sus crías . Pero antes de su muerte, arreglaron la casa lateral. El otro refugio de los vencejos desapareció.

Poco a poco la ciudad fue cambiando. Arreglos de grietas, eliminación de tejas, fachadas impolutas. Los sitios de cría disminuyeron, quizá otros factores influyeron, pero, este año, mirando los cielos, me di cuenta y me sacudió una profunda tristeza: los viejos amigos se están extinguiendo de nuestra vista.

La algarabía alegre e infantil del amanecer y el crepúsculo agoniza, y con ella se rompen jirones de nuestras vidas, el vacío se va extendiendo y ganando poco a poco la partida. 

Y más cuando, de casualidad, hace unos días, caminando por Madrid, encontré uno de ellos en el suelo; estaba muerto, nada pude hacer por él. Tan sólo agachar la cabeza cuando sentí que las lágrimas amenazaban con recorrer mi rostro al recordar los tiempos en que multitudes de ellos acompañaban nuestras vidas.

La despedida de los vencejos es la despedida no sólo de nuestro pasado, de nuestra vida, sino también de las personas amadas, aquellas que compartieron nuestras vidas con nosotros.

Hoy ya no están apenas los vencejos, pero tampoco está mi abuela, ni la ventana del salón al que me asomaba para ver y escuchar sus gritos traviesos, ni la cama desde la que los escuchaba cuando aparecían los primeros rayos del sol que se colaban entre las rendijas de la ventana entreabierta para soportar el calor sofocante de las noches veraniegas.

En aquellos años en que todavía mantienes intacta la ilusión, antes de comprender que los sufrimientos, las derrotas y las caídas forman parte de nuestras vidas.

No puedo evitar una aguda melancolía, un mazazo en el corazón, en el silencio celestial de los últimos años, cuando me asalta el recuerdo de  la marcha de quienes quisimos, humanos pero también no humanos, pues estos últimos también ocupan u ocuparon un lugar en nuestras vidas.

Y su silencio, es el silencio de la muerte, siempre acechante, siempre en las sombras, dispuesta a saltar cuando menos se la espera.