viernes, 4 de noviembre de 2016

Sed de divinidad, ateísmo y seres queridos

A veces observo a mis padres, cada vez más mayores, octogenario uno, septuagenaria otra, y voy siendo consciente, cual luz de un vehículo que se acercara poco a poco a donde estamos, de que me empieza a asaltar la preocupación, como una semilla obscura que creciera en mi interior lentamente, pausadamente, sin ser consciente, hasta que un día descubres que la enredadera recorre tu alma, apretando el corazón.
Como todos, mi vida ha sido una interrogación continua sobre la muerte, y lo que hay o no hay más allá. A los diez años perdí la fe, más tarde intenté recobrarla, pero si daba un paso, Dios daba cuatro.

Finalmente llegué a la conclusión de que la fe, la idea de la divinidad, era inalcanzable para mi raciocinio, y que era preferible aceptar que el Vacío era nuestra estación final, y que éste no era tan malo, sino la disolución de nuestro Ego, fuente de sufrimientos sin fin, en la placidez del No Ser, del No Existir. Una idea grata para mí, siempre atormentado y torturado por los fantasmas de mi mente.

Pero últimamente, e incluso ahora mismo, mientras escribo estas líneas, que pasarán sin dejar el menor rastro, como mi vida, noto un miedo difuso, una congoja triste como el día lluvioso y otoñal de hoy.



Siento que se acerca el final de la estancia de mis padres en este mundo fallido, en este aborto de vida libre, en esta cárcel sin muros desde la infancia al final de la existencia, donde de vez en cuando todo se hace más vivible por una sonrisa, por una mano amiga, por un paisaje, por esa mirada y esos abrazos de los padres o las personas a las que nos unen lazos de afecto.

Y esa sensación, esa idea, me provoca una aguda melancolía, y me pregunto con más insistencia el porqué de la soledad, el porqué de poner nuestros pies y arrastrarnos por campos embarrados, si a quienes queremos, con ese amor odio típico de las relaciones entre hijos y padres, se esfumarán de nuestros espacios, de los lugares donde compartimos penas y alegrías.

Entonces me hago consciente, cada vez con mayor potencia, del absurdo de la vida .¿Por qué vivir, por qué esta broma de mal gusto?.

Y, en abierta contradicción ,pido a Dios, ese Dios en el que no puedo creer, que me arrastre a mi antes que a ellos .Y, también, me descubro soñando con que nos reencontraremos en algún lugar del Éter, con mis abuelas y abuelos.

Al final me he hecho consciente de que en mí, como en todo hombre y mujer, habita alguien que une la sed de divinidad, pero sed de divinidad del que se resiste a perder para siempre en la bruma del tiempo y los recuerdos a las personas queridas, con el escepticismo.



Quizás ese ring, ese espacio de lucha de contrarios, sea lo que nos defina como seres humanos.

Y quizá el sentido real y profundo de la existencia sea ese batirse entre la esperanza infundada y la desesperanza realista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario